viernes, abril 18, 2014

La muerte pública

Muere Gabriel García Márquez, pero a mí me sobrevino su muerte, la pérdida -que ahora puedo reflejar en una cita de Cortázar* que he leído entre la avalancha de textos que la gente cuelga-, en el momento en que anunciaron que había sido ingresado. Fue extraño, porque lo leí en el móvil, en la calle, sola, pero rodeada de gente, y el "no", primario e inútil, me salió en voz alta.
No sabría decir qué cambia en mi vida que Gabriel García Márquez no esté vivo. No es un coetáneo, no acentúa mi mortalidad (tengo 34 años), no nos conocíamos, pero como en el caso de tantos, él sí formaba parte de mi vida, de mis lecturas, de mi imaginario encendido desde que puse la vista (y la vida) sobre Cien años de soledad (que fue una explosión sin par tras la fascinación indeleble que supuso leer Pedro Páramo).
Gabriel García Márquez ha sido toda la vida el autor cuyo nombre he escrito mal (porque le añadía una "a"), es el autor del único libro que recuerdo haber leído en mi mítico -y teóricamente leído- exilio bostoniano, es quien escribió "Llovió cuatro años, once meses y dos días", la frase que me viene a la cabeza cada vez que llueve dos días seguidos.
Y desde ayer, Gabriel García Márquez se ha convertido en el punto de inflexión para mi actitud respecto a las redes y la muerte.
No me gusta el nuevo concepto de muerte anunciada, la falsedad que destilan los centenares de textos publicados a la voz de "ar", en cuanto el primer tuit confirma que ha llegado el momento de concursar por el post/noticia más ¿sentido? ¿Ingenioso? ¿Audaz? ¿Completo?
Hasta hace demasiado poco, la muerte era algo íntimo y súbito, incluso después de una larga enfermedad, porque la enfermedad también es íntima, y quienes están cerca de un enfermo, incluso uno desahuciado, no pueden sobreponerse a su humanidad y no aguardan la muerte, viven para comprar cada aliento y se sorprenden cuando llega el último. Por (y para) eso la enfermedad es íntima: para que nadie venga a decir lo que todos saben y nadie quiere decir, la obviedad de que la muerte está llegando.


*Más allá de los cincuenta años empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes. Los grandes magos, los chamanes de la juventud parten sucesivamente. A veces ya no pensábamos tanto en ellos, se habían quedado atrás en la historia; other voices, other rooms nos reclamaban. De alguna manera estaban siempre allí, pero como los cuadros que ya no se miran como al principio, los poemas que sólo perfuman vagamente la memoria.

Entonces —cada cual tendrá sus sombras queridas, sus grandes intercesores— llega el día en que el primero de ellos invade horriblemente los diarios y la radio. Tal vez tardaremos en darnos cuenta de que también nuestra muerte ha empezado ese día; yo sí lo supe la noche en que en mitad de una cena alguien aludió indiferente a una noticia de la televisión, en Milly-la-Forêt acababa de morir Jean Cocteau, un pedazo de mí también caía muerto sobre los manteles, entre las frases convencionales.

Los otros han ido siguiendo, siempre del mismo modo, Louis Armstrong, Pablo Picasso, Stravinski, Duke Ellington, y anoche, mientras yo tosía en un hospital de La Habana, anoche en una voz de amigo que me traía hasta la cama el rumor del mundo de afuera, Charles Chaplin. Saldré de este hospital. Saldré curado, eso es seguro, pero por sexta vez un poco menos vivo.

JULIO CORTÁZAR