Beauty hurts
Me ofende la belleza del mundo cuando estoy triste.
Y lo estoy, y cada mañana el cielo es de un azul glorioso, y
el sol vierte una luz única sobre las fachadas. A veces me parece que hasta los
pájaros conspiran cuando voy camino hacia el trabajo; cantan por encima del
zureo de las ratas voladoras, el sonido de mis pisadas se acopla con los trinos.
La calle, desierta y reservada para mí, parece un plató de una película que no
he visto. Me da la impresión de que las señoras mayores con sus perros patada
han pasado por vestuario y maquillaje, que han sobornado a los niños para que
sonrían y les han revuelto el pelo para dejar un rastro de sueño y almohada que
no puede ser real.
Los geranios apenas aguantan el peso de las flores. La plaza
ya está barrida, los urbanos pasean plácidamente con las manos a la espalda.
Las hordas adolescentes se esperan en las puertas, se ríen y hablan sin
descanso. Y yo camino deprisa, siempre deprisa, queriendo dejar atrás los
escaparates de panaderías donde todo parece delicioso, los kioskos y sus pilas
de periódicos recién alineadas.
Pero llego a las calles donde cada cruce se abre hasta el
mar y el cielo se hace infinito, llego a la esquina donde aparecen las palmeras
con ganas de cruzar para ver el escaparate de la tienda de plantas que más me
gusta de la ciudad.
Y duele.
Duele que todo siga en su lugar, cuando alguien que venía ha
dejado de hacerlo.